Dos semanas antes de las elecciones de 1980, la encuesta Gallup, la más prestigiada de Estados Unidos, dio como ganador a James Carter por ocho puntos; Ronald Reagan lo aventajó por diez puntos. En las elecciones de 2012, pronosticó el triunfo de Mitt Romney por un punto y lo superó Barack Obama por cuatro.

Nate Silver y otros han buscado más precisión agregando diversas encuestas, a las que les asignan un valor de acuerdo con sus aciertos anteriores. También han tenido sonoras equivocaciones.

El historiador Allan J. Lichtman ha buscado otra forma de predecir el resultado de la elección presidencial. Creó un modelo que utiliza trece criterios para determinar quién obtendrá más votos.

Según él, la elección depende, entre otros aspectos, del crecimiento económico; de que haya o no un tercer candidato fuerte; de quien tiene mayoría en las cámaras; de los logros o fallas del partido en el gobierno; del grado de descontento social; de la unidad de los partidos; de los escándalos en las campañas y del carisma de los candidatos. Son temas que indudablemente influyen en el resultado, pero es complejo el cálculo de su peso relativo.

Lichtman asegura que esta vez quien aventaja es Kamala Harris, pero hay que decir que él es demócrata y escribió un libro contra Donald Trump.

Gran parte de la dificultad de atinarle al desenlace es el sistema electoral americano. No importa el voto popular sino el del Colegio Electoral. Eso hace que las campañas se centren en pocos estados y condados. Sucesos locales pueden hacer perder un estado. En 2016, Trump ganó Wisconsin por 23 mil votos; en 2020 triunfó Biden por 21 mil.

Eso se magnifica en un ambiente de polarización como el que ha experimentado la política de ese país. Los partidos no se mueven al centro y sus simpatizantes están altamente ideologizados. El énfasis de las campañas no es conseguir nuevos votantes, sino ampliar y asegurar esa base. Por eso son tan ríspidas. Más que de propuestas, son de descalificaciones.

Si gana el otro se acaba el mundo

Estando el electorado partido en mitades casi exactas y dependiendo el resultado de pequeños volúmenes de votos, existe una hipersensibilidad a las trampas, que son muy fáciles de ejecutar y difíciles de probar.

Cada estado tiene su propia ley electoral y diferente forma de registrar a los votantes, de regular las campañas y de hacer el cómputo final. El proceso se basa en la buena fe de los participantes. A los que lo vemos desde fuera nos parece una gran ingenuidad.

Por ejemplo, los responsables son los secretarios de Estado, que suelen ser políticos destacados de sus partidos. En muchos estados el registro es automático cuando uno solicita una licencia de conducir; el nombre se comprueba con cualquier identificación y no se verifica ni el domicilio ni la nacionalidad. No existe una credencial de elector y en algunos lugares (como California) está prohibido pedir una identificación para votar. Existen “cosechadores” de votos que ofrecen dinero a personas que viven en asilos para votar a su nombre. Los buzones para votar en forma adelantada tienen poca protección.

Por ello muchos creen el alegato de que Trump ganó la elección de hace cuatro años y por eso la mayoría de sus simpatizantes dan por hecho que habrá fraude en esta ocasión.

Los legisladores estatales republicanos han promovido reformas legales para asegurar la integridad electoral. Los gobernadores del mismo partido han creado unidades de investigación para purgar las listas electorales de inmigrantes no naturalizados. En esas cacerías han encontrado a no pocos infractores, pero menos de los que anunciaban. Por eso la duda crece y las teorías conspiratorias se vuelven creíbles.

Los republicanos han entrenado también a miles de observadores electorales, que ya desde ahora piden auditorías a las máquinas de votar y conteos manuales. Eso hace probable que en varios estados clave no haya resultados la noche de la elección. En Nevada recibirán voto postal hasta el 9 de noviembre.

En los estados gobernados por los demócratas hay ya cientos de litigios contra las “patrullas ciudadanas” que hostilizan a los funcionarios electorales.

Si Trump pierde es casi seguro que vaya a prisión; si gana, amenaza con encarcelar a los que le hicieron fraude en 2020. El costo de perder es más alto que en cualquier elección anterior.

A esta tormenta perfecta hay que sumar el intervencionismo ruso que usa las redes sociales para difundir mentiras y rumores.

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