En 107 días de campaña, Kamala Harris gastó mil millones de dólares (cuando menos lo oficialmente declarado) y nunca pudo explicar a los votantes qué hubiera hecho de llegar a la Casa Blanca.

El hecho de que la conocieran muy poco, después de casi cuatro años en la vicepresidencia, ya mostraba una falta de enfoque en su comunicación.

Era claro que ante las dificultades de Joe Biden para vender su programa económico, ella requería algo totalmente diferente. Una idea nueva que resultara atractiva para los estadounidenses, abrumados por la inflación y sin muchas esperanzas de mejora económica, al menos para la siguiente generación.

El programa económico que finalmente presentó en la Universidad Carnegie Mellon, casi al final de la campaña, fue prácticamente una calca del que quiso difundir el presidente.

Una colección de nuevos programas sociales, que incluye créditos fiscales, apoyo a la vivienda de primera vez y beneficios adicionales a cuidadores de ancianos y discapacitados.

Y un sinnúmero de ayudas que incluyen el control de precios de energía, alimentos y medicinas (insulina).

Elimina también el requisito de contar con un grado académico para poder trabajar en el gobierno federal.

Con otros nombres, repite también las grandes inversiones programadas por Biden para construir infraestructura, impulsar la ciencia y desarrollar nuevas empresas manufactureras en el sector de alta tecnología.

Al igual que Biden, ella propuso extender la reducción de impuestos que impulsó Donald Trump y que está programada para desaparecer a fin de año. No les quedaba otra, puesto que era una de las promesas fundamentales del que regresará a la mansión presidencial.

El problema principal de esa oferta política era su financiamiento. Tanto Biden como Kamala sabían perfectamente que restaurar la tasa de 28 por ciento del impuesto corporativo o incrementar el impuesto a las ganancias de capital de largo plazo a quienes ganen más de un millón de dólares al año, eran vistas como positivas por el sector progresista del Partido Demócrata y, al contrario, la rechazaba el sector moderado.

En todo caso con la composición de las cámaras que finalmente quedó, era imposible la aprobación de esas iniciativas.

Lo más increíble de todo es que después de presentar un programa económico más o menos de izquierda, Kamala terminó su discurso económico diciendo: “Soy capitalista”.

Pragmatismo

Durante su corta carrera política, la señora Harris se ubicó claramente en el ala izquierda de su partido. En sus cuatro años como senadora fue la crítica más vocal del presidente Trump.

Quiso luego situarse al frente de las políticas ambientalistas más avanzadas (Green New Ideal) y fue una de las campeonas de la prohibición del fracking.

Se sumó también a otras propuestas de los progresistas, que resultaron muy impopulares entre la población en general. Como alentar el seguro médico público y, con ello, encarecer el seguro privado. O como descriminalizar las entradas no autorizadas en la frontera o recortar el presupuesto para detenciones migratorias. Con ello le dio pólvora a Trump para usar explosivamente la situación en la frontera sur.

Como exprocuradora tuvo un desempeño ambiguo, en algunos casos, pocos, ejerció mano dura. En general se alineó con otros fiscales demócratas para reducir penas carcelarias y liberar a delincuentes bajo palabra. Eso también le restó popularidad.

Ya en campaña, Kamala dijo rechazar la prohibición del fracking, porque en Pensilvania una parte importante de los trabajadores depende de esa técnica.

Por último, en la etapa final abandonó el tema del aborto, que era una de sus pocas diferencias con Biden. Todo ello asegurando que mantenía sus valores.

Y ni qué decir de los temas de política exterior, en los que no tuvo ni diagnósticos ni tesis.

El error final fue haber seleccionado como vicepresidente a Tim Walz, mucho más a la izquierda que ella, habiendo perdido la oportunidad de poner a Mark Kelly o a Josh Shapiro, con lo que de plano perdió también el voto de los demócratas moderados.

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