Andrew Jackson fue el séptimo presidente de Estados Unidos (1829-1837). Se hizo popular por sus éxitos militares contra los ingleses (en 1812) y contra los seminolas.

Sin mucha preparación jurídica, hizo fortuna especulando con tierras de las reservas indígenas, al amparo de la confusa ley fronteriza. Dueño de grandes haciendas y de cientos de esclavos, fue nombrado fiscal y juez. Fracasó en la elección presidencial de 1824, al no obtener la mayoría calificada. Sin mayores pruebas, se victimizó culpando a John Quincy Adams de haberle ganado a la mala.

Con Martin Van Buren fundó el partido demócrata. Sus oponentes lo apodaron “jackass” (burro), por lo que él empezó a usar el dibujo de ese animal como mascota del partido.

Ganó la elección de 1828 y se reeligió en 1832.

Fue un populista que frecuentemente se victimizaba. Por ejemplo, achacó la muerte de su esposa, debido a un padecimiento terminal, al sufrimiento que le causaban los rumores de que era bigama (lo que era cierto).

Fue el primer presidente de origen humilde. La población pobre, que apenas empezaba a participar en política, luego de décadas en que esa fue una actividad reservada a los terratenientes, lo apoyaba. Él mismo se definía como el defensor del hombre común y presumía que ello le daba superioridad moral. Fue el primer presidente en abrir a la multitud las puertas de su baile de inauguración.

Impulsó muchas medidas populistas, como otorgar pensiones a veteranos o viudas que no las necesitaban. Los republicanos no dejaron de acusarlo de utilizar a los pobres y de despilfarrar el dinero del erario.

Desde que llegó a la Casa Blanca empezó a despedir a funcionarios con muchos años de experiencia y a sustituirlos por sus aliados políticos. Eliminó las evaluaciones del personal por considerarlas inútiles. Repartía y, de hecho, vendía, los cargos entre sus operadores políticos de base, lo que se conoce desde entonces como clientelismo. La lealtad era más importante que el mérito. Se le reconoce, por ello, como el fundador del “spoil system” (sistema de botín).

Es también el creador del “gabinete de cocina”: un grupo de amigos que se entrometía en los asuntos de los ministerios para vender favores.

Criticaba los privilegios del Congreso, pero no privaba de ellos a sus familiares y amigos. Lo mismo sucedía con la corrupción. Combatía sólo la de sus adversarios.

Mantenía su popularidad con una prensa pagada que resaltaba sus gestos populacheros, como pararse a comer en las tabernas.

Acumuló un gran poder (le llamaban “el rey Andrew”) y siguió teniendo considerable influencia en los gobiernos de Martin Van Buren y James K. Polk, a los que la oposición tildaba de títeres.

Mantuvo un pleito permanente con la legislatura y con la judicatura. Sin embargo, esas instituciones no pudieron frenar sus excesos.

Por eso, al costo de muchas vidas, consiguió relocalizar al oeste del Mississippi a las tribus nativas, abriendo a la especulación miles de acres.

Casi causa la independencia de varios estados del sur, cuando impuso las tristemente famosas “tarifas abominables” (impuestos de 62 por ciento a casi todas las importaciones) y una absurda ley que prohibía la secesión.

Antes de irse, por su pugna con los banqueros y los inversionistas foráneos, llevó a la ruina al Banco Nacional, al promover la desconfianza en los billetes y al depositar el oro y la plata de los fondos federales en bancos pequeños.

Le heredó a su sucesor “el pánico de 1837″, que se extendió por una década. Miles de industrias y granjas quebraron y el capital extranjero se evaporó. Jueces malvados Jackson se presentaba como defensor del pueblo contra todo tipo de enemigos: los grandes banqueros, empresarios y hacendados, los importadores y los exportadores. Pero sus peores adversarios eran los políticos y los burócratas, que impedían al pueblo salir adelante.

Él repetía, por eso, que el Ejecutivo no debía ser contrapesado por el Legislativo o el Judicial, al menos en ciertas situaciones. Los congresos estatales autorizaban gastos, endeudamientos e impuestos excesivos. Consecuentemente, el presidente no tenía por qué obedecer leyes injustas ni respetar sentencias que lo condenaron por ello.

Reprobaba el “engrandecimiento” judicial, que le quería enmendar la plana. Desde antes de ser presidente había apoyado las reformas para abolir los nombramientos permanentes de los jueces y fue un fervoroso partidario de ponerlos a competir por el voto ciudadano.

Muchos estados fueron adoptando esa modalidad al hacer sus constituciones. Con la oposición de los federalistas y de los republicanos moderados, abandonaron el sistema que heredaron de los ingleses y que subrayaba la neutralidad política y el servicio de carrera.

Los historiadores han calificado a los cambios de esa época jacksoniana de emocionales.

Muchos estados de la Unión Americana mantienen hasta la fecha la elección popular de los jueces, en sus diferentes niveles. Los procedimientos para elegirlos son muy variados y es difícil compararlos. Lo cierto es que no fue la solución ideal que creían y que, desde Tocqueville, ha sido puesta en duda.

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