Era domingo. Noviembre de 1983 y la Ciudad de México vivía en una calma casi idílica, como si de un mundo raro se tratara. Las calles amanecieron con sus madrugadores panaderos –en bicicleta–, barrenderos de escoba de varita y un sinfín de posibilidades: si el plan era hacer ejercicio, se podía correr en Chapultepec; si la cruda insoportable, ir por un caldo de Indianillas; para calmar el hambre, una torta de Armando o unas enchiladas en Los Guajolotes para desayunar fuerte

Todo lo bueno parecía juntarse: acababa de inaugurar el teatro del Polyforum Cultural Siqueiros a los pies del inútil Hotel de México, Juan Rulfo había ganado el Premio Príncipe de Asturias; Augusto Monterroso, publicado “La palabra mágica” y Julio Cortázar “Los autonautas de la cosmopista”. El mundo de la literatura era pura fiesta, el trauma del fuego en la antigua Cineteca Nacional se había apagado y parecía que el año iba a terminar sin escollo ni drama, pero aquel 27 de noviembre –un día como pasado mañana–, lector querido, nos quedamos paralizados. Porque a las ocho de la mañana nos abofeteó la noticia de que un accidente aéreo había acabado con la vida de Jorge Ibargüengoitia.

Escritor favorito, autor de múltiples registros y víctima de calificativos que nunca le gustaron, Ibargüengoitia se había ido para siempre. Antes de saber que sería uno de los autores mexicanos más influyentes del siglo XX y que hoy existe un premio con su nombre. Nos dejó solitos decidiendo por qué nos gustaba tanto. Tal vez por su singular estilo –irónico, mordaz, crítico, divertido y muy inteligente–, porque trató como nadie las excelencias y ridiculeces de nuestra vida cotidiana o porque nos enseñó, entre muchas otras cosas, a no confundir lo grandioso con lo grandote.

La vida de Ibargüengoitia comenzó, además, con una significativa coincidencia: nació el mismo año en que murió Álvaro Obregón y las circunstancias del magnicidio lo llevaron a escribir una obra de teatro que, entre otras cosas, marcó el abandono de sus clases con el maestro Usigli y el fin de la solemnidad. En un artículo de la desaparecida revista Vuelta, escribió sobre sí mismo lo siguiente:

“Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión ‘lo que nosotros hubiéramos querido’, decían, ‘es que fueras ingeniero’, más tarde se acostumbraron».

Portadas Jorge Ibargüengoitia.

Además de haber cambiado el cálculo por las letras, renunciado a la ingeniería por la literatura y abandonado el teatro por la novela, Ibargüengoitia siempre tuvo una particular fascinación por la Historia. “El atentado”, esencialmente una sátira sobre la muerte de Obregón, fue el principio de sus obras históricas. Después vendrían “Los relámpagos de agosto”, considerada como el reverso de la novela de la Revolución. En ella, un ficticio general, José Guadalupe Arroyo, que siempre toma la decisión equivocada, debe vivir los sinsabores de la transición y las intrigas del poder, tan magistralmente narrados que transforman toda gravedad en carcajadas. No sería la única vez que trataría de tal manera a nuestros héroes. En “Los pasos de López” –con Miguel Hidalgo protagonizando– se encargó, sin segundas intenciones, de desmitificar la gesta heroica de la Independencia. La novela abarca desde el encuentro casual entre el cura Periñón y el teniente Matías Chandón, hasta el día en que el primero resuelve firmar su abjuración con el nombre de “López” antes de ser conducido al pelotón de fusilamiento.

Con un humor implacable, Ibargüengoitia narró varios episodios nacionales; no con el propósito de negarlos, sin imponer o traicionar ideologías o la sucesión de los hechos, simplemente demostrando ser fiel a su idea de que la Historia que nos habían enseñado en la escuela era francamente aburrida y llena de figuras monolíticas que pasaron a la eternidad sin cambiarse ni de ropa y siempre diciendo las mismas frases.

“No se puede contar la Historia a través de una enchilada”, solía decir, aunque pocas cosas describen mejor a México que su comida, agregaba. Sin embargo, ironizar sobre el pasado no fue su único tema, ni ser novelista su singular talento. Fue también cuentista, maestro, cronista y columnista del periódico Excélsior por más de 20 años. Publicó libros como “Las muertas”, “Viajes en la América ignota”, “Instrucciones para vivir en México”, “La casa de usted y otros viajes”, “Maten al león”, “La ley de Herodes”.

Cuando nos enteramos de que Jorge Ibargüengoitia era uno de nuestros muertos, también corrió el rumor de que estaba trabajando en una novela que tentativamente se llamaría “Isabel cantaba”. Nos quedamos con las ganas. Inconsolables, pero con todos sus escritos. De la ciudad que amaba con estas ruinas que ves.

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