“La victoria tiene muchos padres, la derrota es huérfana” dijo un experto en ambas, Napoleón Bonaparte. No es el caso con la derrota de Xóchitl Gálvez, quien ha asumido la responsabilidad completa y dado la cara. Fue una candidata presidencial nominada prácticamente por aclamación de aquellos opositores al régimen. Los liderazgos de PAN, PRI y PRD no tuvieron más remedio que validar ese clamor popular, en más de un caso con una reticencia considerable.

La propia Xóchitl fue catapultada a una posición inesperada, puesto que su ambición original era buscar ser Jefa de Gobierno de la Ciudad de México. Pero ir a tocar la puerta cerrada de Palacio Nacional mostró su arrojo y humor, e ilusionó a la ciudadanía que esas puertas se podrían abrir a golpe de votos. El autoritarismo demagógico resultó mucho más taimado. Los mexicanos votaron y esos votos se contaron bien, y ése fue el reconocimiento de Xóchitl hacia la ganadora a las pocas horas que cerraron las casillas. Lo que ocurrió antes por años, con los servidores de la nación machacando sobre la bondad presidencial y de Morena, durante la campaña, en las mañaneras desde Palacio Nacional, y en los días anteriores y posteriores a la elección, con la compra directa de votos, dinero a cambio de una cruz en la boleta, es una historia muy diferente. ¿Habría modificado el resultado final de la elección presidencial? Probablemente no, pero sí significativamente sus números.

Xóchitl superó las expectativas que se habían depositado en su persona. No solo fue incansable en campaña, sino que fue una candidata seria en ideas, propuestas y respuestas. Fue una extraordinaria combinación de ingenio, sentido del humor y seriedad en sus planes para México. No rehuyó ningún auditorio ni evadió cuestionamientos. No se refugiaba en entrevistas a modo ni en mítines con acarreados. Fue además la candidata necesaria e ideal en tiempos desafortunadamente marcados por la obsesión identitaria: mujer, indígena y de orígenes humildes. Todas las bombas que tenía preparadas el demagogo autoritario contra un candidato blanco rubio, de ojos claros y de origen fifí nunca pudieron ser activadas.

Pero a ello se agregaba la ingeniera de la UNAM, empresaria extraordinariamente exitosa y quien había trabajado desde el ámbito privado y público a favor de los pueblos indígenas. Una parada o reunión de campaña en Chiapas, Oaxaca o Hidalgo no era pose para la foto y el video de Instagram, era revisitar lugares que conocía y en los que muchas veces había hecho una diferencia desde su fundación privada o como funcionaria pública.

Su indigenismo no era una fachada, evidentemente. Pero había mucho más que sus raíces familiares y haber crecido en el Hidalgo profundo; a todo ello se agregaba una trayectoria de vida. Hablaba de la pobreza más desgarradora no con las cifras de un informe recopilado por expertos sino desde la experiencia personal. Xóchitl es la personificación del esfuerzo que sube por esos escalones tan estrechos y apolillados de la movilidad social en México, el triunfo de la cultura del esfuerzo y la meritocracia contra numerosos obstáculos. Personificaba, por ello, exactamente lo opuesto de los hipócritas sermones obradoristas sobre la belleza de la pobreza y el rechazo al aspiracionismo clasemediero.

Hubiera sido una gran Presidenta de México. Trabajó para lograrlo con toda su fuerza y ofreció lo mejor que podía dar. Lo que queda es agradecerle esa ambición y esfuerzo. Gracias, Xóchitl.

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