En la disputa territorial entre el Estado mexicano y las organizaciones criminales, y entre éstas entre sí, la oferta masiva e indiscriminada de armas de alto poder provenientes de Estados Unidos, es una de las variables determinantes de la violencia en nuestro país. Sin riesgo a una sobresimplificación, puede afirmarse que a mayor disponibilidad de armamento de alto calibre, mayores incentivos a dosificar violencia como un recurso estratégico para hacer retroceder a la autoridad y desplazar a competidores.
En octubre de 2017, Stephen Paddock mató a 60 personas y dejó a otras 400 personas heridas con un rifle semiautomático dotado de un dispositivo, denominado “bump stock”, que modifica el sistema de retroceso del arma para aumentar la velocidad de las rondas de disparo, lo cual la convierte prácticamente en una ametralladora.
Si bien la posesión de armas automáticas se encuentra prohibida desde los años 30, al momento de la matanza de Las Vegas, los rifles semiautomáticos equipados con estos dispositivos eran legales. Como acontece en cada tiroteo masivo, se activó la presión social sobre la prohibición de los “bump stocks”, al grado de que la administración del republicano e hiperconservador Donald Trump emitió en 2018 una regulación para incluir los rifles alterados con automatizadores en la definición de “ametralladoras”.
La semana pasada, la Corte Suprema de Estados Unidos, en una decisión dividida 6-3, aprobó una sentencia redactada por el juez conservador Clarance Thomas en la que invalidó la prohibición administrativa de los “bump stocks”, bajo el argumento de que la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF) había excedido el alcance de la definición legal de las armas prohibidas (statutory definition).
A diferencia de la decisión que revirtió la legislación de control de armas de Nueva York hace dos años con base en la Segunda Enmienda de la Constitución, en este caso, la Corte se centró en cómo interpretar el lenguaje establecido por el legislador democrático y, en particular, a dilucidar las características distintivas entre las armas automáticas y las semiautomáticas, y la posible alteración en la mecánica de disparo. La mayoría conservadora –postulados por los republicanos– concluyó que los “tiros rápidos repetidos no cambian la función del gatillo”.
La jueza disidente Sotomayor –de postulación demócrata– sostuvo que un tirador que usa un rifle semiautomático equipado con estos dispositivos sólo necesita apretar el gatillo una vez, así como sucede con las ametralladoras estándar. Esto provoca que las dos formas de armas sean “funcionalmente indistinguibles” y, en consecuencia, deben quedar comprendidas en la definición establecida por el legislador.
Desde que expiró la ley federal que limitaba la comercialización de armas de asalto en 2004, diversos esfuerzos de regulación han fracasado. Al mismo tiempo, la cortes federales se han decantado por declarar inconstitucional cualquier limitación al “derecho” de poseer –e incluso portar– armas cuyas características exceden la escala de uso recreativo o de protección personal. En pocas palabras, a la racionalización, a partir del daño social, de un derecho que, culturalmente, consideran prácticamente sagrado.
El caso Garland v. Cargill confirma que la mayoría conservadora se sostendrá en revertir cualquier intento de regulación o de control sobre el mercado de las armas, ya sea por argumentos de constitucionalidad, o incluso, bajo interpretaciones textualistas. A diferencia de la Corte mexicana, el cambio de configuración –y, por tanto, de línea doctrinal– dependerá de la sustitución de jueces vitalicios y de mayorías políticas que impulsen perfiles que sostengan aproximaciones metodológicas y criterios más sensibles a la regulación de las armas. Una muy mala noticia para México.