Cada día, millones de mexicanos enfrentan un dilema en las grandes ciudades: habitar en metrópolis que crecen sin parar, pero que cada vez ofrecen menos calidad de vida. Atrapados en traslados interminables, rodeados de aire contaminado y excluidos de servicios básicos, los ciudadanos están pagando un precio altísimo por un modelo urbano que prioriza la expansión y el automóvil por encima de las personas.

El modelo extractivista que ha definido el desarrollo urbano en México es un espejismo. Promete progreso: nuevos desarrollos inmobiliarios, carreteras y una expansión sin límites. Pero detrás de esta narrativa triunfalista, el costo real lo absorben las personas y el medio ambiente.

En la Zona Metropolitana del Valle de México, por ejemplo, los ciudadanos pierden en promedio 4.5 horas al día en traslados. Eso equivale a mil 642 horas al año de productividad y tiempo personal desperdiciado. Según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), este caos le cuesta al país más de 94 mil millones de pesos anuales en horas improductivas y consumo de combustibles.

La contaminación generada por el transporte motorizado también tiene un costo tangible. Este sector es responsable del 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero en México, y esas partículas contaminantes causan enfermedades respiratorias que cuestan al sistema de salud más de 3 mil millones de dólares al año.

Pero lo más grave no son las cifras. Lo más preocupante es que este modelo urbano no es un accidente. Ha sido impulsado por políticas que benefician a unos pocos: desarrolladores inmobiliarios que expanden las periferias mientras las ciudades se fragmentan, los servicios quedan fuera de alcance y el transporte público se convierte en un sistema colapsado. Este modelo privatiza los beneficios y socializa los costos.

La alternativa: ciudades 15 minutos

¿Es posible revertir este camino? Sí, pero implica replantear el diseño de nuestras ciudades desde la raíz. El modelo de las ciudades de 15 minutos, propuesto por el urbanista Carlos Moreno, plantea una alternativa centrada en las personas: garantizar que todo lo esencial –escuelas, mercados, hospitales, parques– esté al alcance de 15 minutos caminando o en bicicleta.

En lugar de perpetuar la expansión desmedida, este modelo apuesta por regenerar barrios, descentralizar servicios y priorizar la movilidad activa y el transporte público. Los resultados no solo son tangibles, sino medibles:

En París, una inversión de mil millones de euros en infraestructura para movilidad activa transformó la ciudad, reduciendo el uso del automóvil y mejorando la calidad de vida de sus habitantes.

En Copenhague, cada kilómetro recorrido en bicicleta genera un ahorro de 0.75 euros en costos de salud pública, al tiempo que reduce las emisiones de CO₂.

En México, aplicar este modelo podría ser transformador. Las familias recuperarían tiempo valioso; la contaminación disminuiría, ahorrando miles de millones de pesos en salud pública; y las economías locales se revitalizarían al acercar servicios y fortalecer el comercio de proximidad.

El precio de no cambiar

Aferrarse al modelo actual tiene consecuencias claras y devastadoras:

Más contaminación: Incrementarán las enfermedades respiratorias y los costos asociados a atenderlas.

Más desigualdad: Las familias en la periferia seguirán destinando hasta el 30% de sus ingresos al transporte, quedando lejos de las oportunidades.

Más tiempo perdido: Ese recurso irrecuperable que convierte cada día en una lucha contra el reloj.

En las periferias, el agua escasea, los servicios básicos colapsan y los traslados interminables son una realidad cotidiana. ¿Podemos seguir llamando progreso a este modelo?

Antes del fin

El urbanismo en México no puede seguir siendo un instrumento de perpetuación política a través de obras públicas sin visión de futuro. Continuar en este camino nos condena a ciudades insostenibles y profundamente desiguales. Cambiar de rumbo implica abandonar la obsesión por el cemento y las autopistas para priorizar el bienestar ciudadano y la sostenibilidad.

La verdadera pregunta no es si podemos hacerlo, sino cuánto más estamos dispuestos a perder antes de empezar a construir un futuro diferente. El tiempo para nuestras ciudades se está acabando. O tomamos el camino hacia un modelo más equitativo y sostenible, o perpetuamos el caos y la desigualdad que ya conocemos.

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