La carta china no debe estar en la baraja de la presidenta Claudia Sheinbaum en su relación con Estados Unidos. No es lo mismo tener intercambios comerciales, como lo dijo el martes, que abrirle la puerta a industrias que han generado fricciones y molestias previamente con Washington. Sheinbaum debe tener claridad sobre las preocupaciones de Estados Unidos y sus objetivos de largo plazo si quiere meter a China en su ecuación para la negociación con el futuro presidente Donald Trump, en el entendido de que habrá un enfrentamiento del cual sabrá cuándo comenzó, pero no cuándo, ni cómo ni a qué costo terminará.

China es la principal prioridad para Estados Unidos, su rival comercial y con quien está disputando la hegemonía económica del mundo. Pero también es vista en algunos sectores en Washington como una potencia que está siendo utilizada por el presidente ruso, Vladímir Putin, para golpearlos. Si tienen evidencia de que está en marcha esa estrategia o es resultado de la paranoia, no cambia sus preocupaciones ni lo que están dispuestos a hacer para protegerse. Sheinbaum no debe minimizar esa lucha porque México no está lejos, sino dentro de ella.

La Presidenta tiene precedentes y experiencias de los gobiernos de López Obrador y Enrique Peña Nieto, de los que puede abrevar para que pueda tomar decisiones informadas.

Peña Nieto se abrió a las inversiones chinas sin tener en cuenta las acciones que estaba tomando Estados Unidos para frenar su expansión en América Latina, como evitar que Nicaragua abriera una vía marítima para competir con el canal de Panamá con dinero chino. Aceptó tres grandes proyectos chinos, el tren bala México-Querétaro; el enorme desarrollo cultural y comercial en Cabo Pulmo, en Baja California Sur, y el centro de distribución Dragon Mart, en Cancún, así como una donación a Huawei de un terreno a 15 kilómetros de la Base Naval, la sede de la Séptima Flota del Pacífico, que terminaron cancelados por las presiones de Washington, que las veía como un riesgo para su seguridad nacional.

López Obrador, que tampoco prestó atención a esas preocupaciones, se agarró de China durante la crisis del covid-19, se acercó políticamente al presidente Xi Jinping y lo presumió en una reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños –impulsado por el entonces canciller Marcelo Ebrard–, y luego rechazó la petición de firmar la Iniciativa Clean Network, impulsada por Trump, que buscaba mitigar los riesgos en tecnologías de información y comunicación, redes, ciberseguridad, telecomunicaciones e infraestructura, y frenar el avance de China y su predominio en el mercado con marcas como Huawei y ZTE.

El expresidente se salió con la suya porque entendió que podía chantajear a Trump y más adelante al presidente Joe Biden con el tema de la migración. La estrategia funcionó hasta que más de 100 mil muertos por el fentanilo cambiaron la dinámica de la relación, y comenzaron las presiones contra México para combatir el opiáceo que llegaba de China, y frenar que la facción de Los Chapitos en el Cártel de Sinaloa siguiera introduciéndolo a Estados Unidos.

López Obrador los hizo enojar más cuando los chinos aprovecharon la puerta trasera de México –como la describieron recientemente en Canadá– para que sus importaciones entraran al mercado norteamericano a bajo precio –dumping– y sin pagar aranceles. En julio, después de forcejeos y compromisos rotos, México aceptó coordinarse con Estados Unidos para establecer reglas más estrictas a las importaciones chinas de acero y aluminio. “Estas acciones resolverán una laguna legal que anteriores gobiernos (estadounidenses) no resolvieron, y que países como China utilizan para evitar los aranceles al exportar sus productos desde México”, dijo en ese entonces el consejero económico de la Casa Blanca, Lael Brainard.

Aun así, no le creían a López Obrador, que ya había perdido credibilidad ante el gobierno estadounidense. En ese contexto se dio, ese mismo mes, un viaje de trabajo a Washington de la entonces secretaria de Relaciones Exteriores, Alicia Bárcena, y del exsecretario de Marina almirante Rafael Ojeda, cuyo propósito era presentar el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. Mientras Bárcena sostenía reuniones bilaterales, Ojeda cruzó el río Potomac y llegó al Pentágono para una cita de la cual no quedó registro público, ni siquiera protocolar.

Ojeda llegó con su propia presentación del Corredor Interoceánico, pero su contraparte lo interrumpió casi al comienzo de su explicación. No les interesaba en absoluto hablar del canal, sino de darle un mensaje para López Obrador y para la presidenta electa, Claudia Sheinbaum.

Eran cuatro puntos: no querían que China y Rusia tuvieran una mayor presencia política, diplomática y comercial (Moscú ya había aumentado en más de 90 sus diplomáticos acreditados en México); que frenaran la exportación disfrazada de acero, aluminio y componentes electrónicos chinos al mercado norteamericano; que frenaran la reforma judicial por el temor de que los cárteles controlaran a los jueces, y que aceleraran la construcción del puerto de Cuyutlán, porque el de Manzanillo, a sólo 36 kilómetros, no veían cómo podría el gobierno mexicano arrebatárselo al crimen organizado.

La reforma judicial pasó, pero la construcción del nuevo puerto arrancó esta semana. No se sabe de más diplomáticos rusos, pero BYD, la gran armadora china, dice que está cerca de cerrar un acuerdo para construir una fábrica en México. Sheinbaum dice que es incorrecto el señalamiento de la puerta trasera para importaciones chinas, y que la crisis del fentanilo se debe al enorme consumo de los estadounidenses.

Su posición es contradictoria, cuando menos en público. No ha dicho nada de los rusos, pero el sector duro de Morena, que está desafiándola continuamente, es admirador de Putin. Sobre China dice estar muy agradecida por el apoyo que le dio Jinping con los electrodomésticos para repartir en Acapulco tras el huracán Otis el año pasado. La ambivalencia que muestra, si no se corrige, le traerá problemas y enfrentamientos con Trump. Si así decide jugar la carta china, que lo haga. Sus decisiones tienen que ser soberanas, es decir, que tome las que considere mejor para México. Sólo que recuerde que 84.2% de las exportaciones mexicanas van hacia Norteamérica.

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