De manera simultánea, aunque con escenarios y contextos diferentes, tanto México como Estados Unidos coincidieron en una –sino la más– de las elecciones presidenciales más decisivas de su historia. En el caso estadounidense, aún sigue en cuestión descifrar el verdadero impacto y relevancia que tendrá el hecho de que el controversial candidato republicano, Donald Trump, ya haya sido encontrado culpable de varios cargos en su contra y que –a días de la Convención Republicana– todavía se tenga que ver qué resolución o condena recibirá de los cargos pendientes.
Trump afirma y sostiene que nada ni nadie le impedirá estar en las boletas presidenciales en el próximo mes de noviembre. Además, él promete que, una vez que vuelva a ocupar el Despacho Oval –como si fuera una sorpresa para todos–, una de las primeras cosas que hará será modificar el sistema judicial. ¿Le suena familiar? En México ya se ha dicho, se ha repetido y –dadas las últimas conversaciones y reuniones entre el presente y futuro liderazgo del país– parece que la modificación del Poder Judicial es cuestión de tiempo.
Durante los últimos dos años el presidente López Obrador ha puesto gran parte de sus esfuerzos en reformar el marco jurídico del país a su conveniencia y de acuerdo con sus intereses, siendo la modificación del sistema judicial uno de sus principales objetivos. En México, la lucha entre el Poder Ejecutivo y el Judicial ha sido controversial y desgastante, aunque da la impresión de que un bando está inclinando la balanza a su favor. Quien aún lidera el Poder Ejecutivo del país nunca permitió que la ley fuera un obstáculo para la consecución de sus planes y –en estos últimos pero decisivos meses previos a dejar el poder– no piensa dejarnos en un estado de indefensión ni impunidad ni con un Poder Judicial que goce de cierta autonomía o que tenga la libertad de actuar por voluntad propia, sino que toda su actuación esté ligada y relacionada con la voluntad del Poder Ejecutivo.
Ambos presidentes, tanto el que busca volver a la Casa Blanca como el que está saliendo de Palacio Nacional, tienen algo en común, que es que ninguno de los dos tiene duda sobre que ellos son los portadores, los poseedores y los ejecutores más importantes de la verdadera y genuina representación del poder democrático. Los dos están perpetuamente en contra de las limitaciones decadentes y caducas –que si estuvieran situados en la década de los años 30 se referirían a ellas como debilidades pequeño-burguesas– que son el mundo de los derechos y las obligaciones.
Siempre se ha dicho, se ha supuesto o se ha querido que la única defensa contra la tentación de la república bananera era la organización social y política, y el sistema de separación de poderes de Estados Unidos. En este momento, decir eso es poco menos que aventurado y es que el sistema político estadounidense está tan en peligro como el sistema político mexicano, costarricense o de aquellos que ya subieron hace mucho a la inutilidad de tener una estructura de gobernanza basada en la separación de los poderes; como es el caso de Venezuela o es el caso de Cuba.
Hubo un momento en el que la novedad y la noticia ante lo que había que meditar era sobre el surgimiento o aparición de fenómenos como Donald Trump. En este momento, con Javier Milei en Argentina, con López Obrador en México habiendo ganado con una supremacía tal de la que sólo se recuerda un hecho similar en Camboya con Pol Pot y viendo el planteamiento que muestra Donald Trump en el desarrollo de su campaña, da mucho qué analizar y meditar.
Para el pueblo estadounidense el hecho de que Trump haya sido condenado –siendo el primer presidente de la historia del país en serlo– por delitos del fuero común, lejos de alejarlo del poder lo acercan a él. Trump es como un vaquero indómito ante el cual nada –ni los indios, las vacas ni los accidentes climáticos– lo aleja de ser la representación del triunfo del hombre blanco sobre todo lo que le rodea. Pareciera que el expresidente –y posiblemente futuro presidente– de Estados Unidos se encuentra en una situación en la que, entre más empeore el panorama, más beneficio saca de la situación. Y en este punto me gustaría volver a cuestionar: ¿qué es lo normal? Viendo lo que está sucediendo alrededor del mundo podría decir que la excepcionalidad, la ruptura de las sociedades con sus liderazgos o la pérdida de la fe popular hacia sus sistemas de gobierno se ha convertido en la propia definición de normalidad de estos tiempos.
Nos hemos enfocado en crear sistemas donde la supervivencia del poder esté sustentada en la división de los mismos poderes que conforman la estructura gubernamental. Ni Trump ni López Obrador creen en la organización del Estado. Ninguno de los dos está dispuesto a perder bajo ninguna circunstancia, ni siquiera por una condena de un delito del fuero común. Ni López Obrador ni Trump piensan que pueda haber mejor forma de gobernar que aquella que les dicta su propio pensamiento y entendimiento sobre qué es lo que le conviene y qué es lo mejor para sus pueblos, aunque en la práctica no estén representados todos los integrantes de éstos. Para ellos no hay mayor voluntad que la suya y no existe mejor formar de ejercer el poder que la que ellos practican.
No hay organización ni representantes –con toga o sin ella y no sé si con uniforme militar o sin ellos– lo suficientemente preparados, establecidos o con la suficiente historia y reputación para hacerle frente a lo que López Obrador y Trump han buscado instaurar en sus países desde que iniciaron su camino a la cima del poder. Es como si dentro de ellos existiera un anhelo divino por cumplir una misión, pero como si fuera de ellos, los demás, no terminemos de entender su necesidad de destruir y dividir todo con tal de conseguir sus propósitos.
Así está la situación y el panorama que nos rodea. De muy poco o de casi nada sirve querer negar o ignorar la realidad. A estas alturas, quedan escasos recuerdos en mi memoria sobre cómo realmente es que deberían de ser las cosas. En cuanto a las enseñanzas, herencias y figuras de personajes como Montesquieu o Jefferson, éstos ya parecen más como dos figuras del pasado y que son más dignas de una casa de terror que la ruta para levantar pilares sobre los que se sostengan de manera eficiente y sólida las estructuras del poder.
Las realidades actuales de Estados Unidos y de México –y de muchos otros países– demuestran lo peligroso y definitorio que puede ser cuando la voluntad de un solo hombre se antepone a la estructura de gobierno de todo un país. Si uno no se acostumbra a ello, se dará cuenta de que está viviendo dentro de una burbuja y sin tener ninguna posibilidad de conectar ni con el pueblo ni con la estratosfera del poder. Pero lo que es peor de estos tiempos es que hemos llegado a un punto en el que, aunque un líder o un gobernante esté equivocado o actúe únicamente en beneficio propio, el respaldo de las masas les otorga la legitimidad suficiente para poder seguir haciendo y deshaciendo todo lo que considere pertinente.
En esta época de cambios e incertidumbres, los mercados se escandalizarán. El peso y el dólar sufrirán fluctuaciones. No obstante, hay que entender que eso no es nada frente a la voluntad decidida de los hacedores de la historia y que ellos –con diferencia de usted o de mí– nunca dudan. Actúan según lo que ellos creen que es lo mejor. No lo hacen por usted o por mí, lo hacen por ellos. Para ellos el bien personal no siempre representa el bien común. Lo hacen por lo que creen y no forzosamente por lo que debería de ser.