Bastaron apenas unos días para que otra vieja creencia quedara demolida. Tener una ganadora en la elección presidencial con el mayor número de votos en la historia no dio inicio al traslado del poder real del inquilino de Palacio Nacional a la futura jefa de Estado. Andrés Manuel López Obrador no lo permitió, aunque cabe la pregunta ¿por qué lo habría permitido? No está en su naturaleza ni tiene cupo en su narcisismo. Comenzó a gobernar al día siguiente de ganar la elección en 2018, y cada vez hay menos dudas de que intentará hacerlo después de entregar la banda presidencial a Claudia Sheinbaum.

El 30 de octubre de 2018, dos meses antes de que Enrique Peña Nieto dejara de ser presidente, López Obrador anunció que cancelaría el aeropuerto de Texcoco mediante la difusión de un video donde se veía claramente sobre su escritorio el libro ¿Quién manda aquí?, editado por el expresidente del gobierno español Felipe González, el politólogo José Fernández-Albertos y el profesor de relaciones internacionales Gerson Damiani, que hablaban sobre la gobernanza, la erosión de las democracias representativas y el alejamiento de los electores de los políticos.

Esas reflexiones le dieron sustento al pensamiento de López Obrador antes de llegar a la Presidencia, que empezó a tejer las redes para traducirlo en su apoyo a la democracia deliberativa y a la crítica contra los políticos, a quienes acusa sistemáticamente de corruptos y alejados de un pueblo al que nunca entendieron. Aquel fue un golpe de mano contra las élites. Hoy, en su larga despedida del poder, llegará al 30 de septiembre, un día antes de entregar la Presidencia, con ese libro presente en la mente de todos, porque además de seguir golpeando a las élites con toda su fuerza, está transmitiendo el mensaje que también aplica para Sheinbaum.

Constitucionalmente, López Obrador aún no termina su mandato y Sheinbaum aún no lo comienza. Pero su falta de altura y calidad política tampoco sorprende. En estas dos últimas semanas no ha dejado de lastimar a quien construyó para ser su sucesora, que se ha visto incómoda, molesta incluso, e impotente porque su espacio de maniobra es muy estrecho y el Presidente insiste, con sus acciones, en llenar todos los espacios en lugar de estar abriéndolos para ella, no por cortesía, sino para dotarla de la fuerza y legitimidad para el arranque de sexenio que, financieramente, será difícil.

López Obrador no trata a Sheinbaum como lo hubiera hecho con la opositora Xóchitl Gálvez, a quien probablemente no hubiera recibido, y que estaría enfrentando en un conflicto poselectoral rabioso y violento. A Sheinbaum la trata como la gerente del voto de casi 36 millones de personas que sólo le pertenecen a él, que le permiten cometer atropellos, como anunciar antes que ella a un miembro de su gabinete y afirmar que la política económica no cambiará. Ambos anuncios le correspondían a la virtual presidenta electa, aplastada por la intromisión.

El abuso contra Sheinbaum es de antología. Públicamente la invitó a que lo acompañara a una gira. Cuando López Obrador ganó la elección presidencial, realizó una gira de la victoria por 30 entidades –no pisó Guanajuato ni Veracruz, que había perdido– para hablar con los gobernadores y celebrar en sus plazas públicas. Otro presidente, Carlos Salinas, realizó una gira de despedida por el país hasta el último día de su gobierno, pero no obligó, como ningún otro mandatario antes, a que el presidente electo fuera con él.

Lo que transmite López Obrador es que quiere que Sheinbaum lo acompañe como protagonista secundaria para mostrarle a quién realmente quieren. Los votos, dice, fueron de él, no de ella, por lo que el mérito electoral es suyo, no de ella. El mariscal del movimiento es también el soldado en la primera línea de infantería que va arrastrando a la futura presidenta para hacerle ver que quien manda es él. Que no se equivoque. Nada de que empiece a empoderarse. Y que no se mueva mucho porque le da descolones.

Pasó con la reforma al Poder Judicial, donde López Obrador y el coordinador de Morena en el Congreso, Ignacio Mier, calentaron la plaza financiera y produjeron nerviosismo en los mercados por los temores de que la mayoría calificada que tendrá en la ‘ventana de septiembre’, cuando cohabite sus últimos 30 días en el poder con la nueva legislatura, le permita desmantelar todos los contrapesos y dejar a los inversionistas con incertidumbre jurídica.

No ha sido el fondo de la reforma el problema, al coincidir plenamente Sheinbaum con lo que plantea López Obrador, sino la forma amenazante y revanchista del tono presidencial, sin dejar de lado la intransigencia. Sheinbaum trató de matizar proponiendo una nueva discusión; López Obrador la descalificó al día siguiente señalando que ya estaba demasiado debatida. La virtual presidenta electa reculó, lo que deja la impresión de que se sometió. Varios inversionistas canadienses y europeos comenzaron a preguntar esta semana quién iba a gobernar México en la siguiente administración, ella o él.

Sheinbaum ha hecho varias declaraciones recientes donde da señales de que las menciones de que será un títere de López Obrador le están afectando. El Presidente tendría que ser más cuidadoso –utópica esperanza–, pero es todo lo contrario. La recepción que le dio en Palacio Nacional el lunes es el ejemplo más desalentador, cuando la recibió en la puerta de la calle, no porque ansiaba su llegada, puede uno pensar, sino para mostrar su poder sobre ella. La abrazó con su brazo que apretaba en el cuello como llave inglesa para apretarla, para luego, casi forzado plantarle un beso grotesco en la mejilla.

Forma es fondo. El poder, que él siempre usurpó con éxito por la fuerza, ahora es indivisible. La transición va, pero será asimétrica. Ninguna generosidad política. Ninguna visión de largo alcance, estratégica. Él mandó antes de mandar, y lo hará hasta el último minuto de su sexenio. En el año siete, no hay duda de que lo intentará hacer, pero dependerá de Sheinbaum, para entonces ya sentada en la silla presidencial, hasta dónde se lo permite.

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